Areli Curiel
Gerente de Entre Vides, Bodegas La Negrita, S.A. de C.V.
@AreliEntrevides
Debido a la famosa globalización, cada vez se ven más vinos del Viejo Mundo elaborados al estilo Nuevo Mundo y viceversa. Sin embargo, hay ciudades que están en este último con un profundo sabor del Viejo Mundo… Y aquí no hablamos de globalización, sino más bien de heritage o herencia.
Nueva Orleans es una clara muestra de toda esa herencia francesa y española de Europa, pero asentada en Estados Unidos, la vanguardia del continente americano. Fundada en 1718 por Jean Baptiste Le Moyne de Bienville en el Estado de Luisiana (por cierto, nombrado así en honor a Luis XIV, el Rey Sol), la Nouvelle-Orleáns ofrece una riqueza gastronómica atípica o diferente al resto del país, debido a su mezcla de ingredientes en la denominada creole cuisine, donde tanto la cocina europea como la americana se fusionan de una manera muy original.
Combinación multiétnica y maridajes
Intensidad de aromas y sabores (en particular algunas notas picantes), son características de este estilo gastronómico aportado, principalmente, a través de la ruta del río Misisipi. A pesar de tener su sede en Nuevo Orleans, la herencia de la creole cuisine se remonta a la influencia de diferentes culturas que la han hecho popular a lo largo del mundo: desde los indios nativos de la zona, hasta los esclavos del oeste de África, incluyendo a franceses, españoles y alemanes que han aportado su granito de arena (o en este caso de especias), para complementar la llamada “cocina criolla”.
Con más de mil restaurantes en el área metropolitana, la también llamada New Orleans posee grandes tesoros culinarios, como: Galatoire’s, Emeril’s, Arnaud’s, Commander’s Palace, Bayona, Herbsaint y Bourbon House, por mencionar sólo algunos. Además de estas verdaderas joyas, también están los clásicos del día a día, como: Chartres House y Gumbo Shop.
Por cierto, ¿gumbo o jambalaya? Como en los vinos, depende de gustos y preferencias, ya que ambos son platillos muy representativos de la cocina criolla de Nueva Orleans, pero a grandes rasgos, la diferencia es que el gumbo es más caldoso (es una sopa espesa, con cuerpo), mientras que la jambalaya es más seca (en realidad, se considera prima de la paella). Tiene dos expresiones: la criolla o roja que, según cuenta la historia, fue un intento de hacer paella pero que a falta de azafrán se utilizó jitomate; por otra parte, está la cajún o café (brown jambalaya) con notas ahumadas mucho más marcadas y un grado de picante más intenso.
Si de maridajes hablamos, la jambalaya encontrará excelente acompañante en un vino rosado con final de boca muy afrutado, incluso ligeramente dulce: la intensidad de las carnes con las que generalmente se prepara este platillo, requieren una suave presencia de taninos y, por otra parte, la buena acidez de un vino rosado es indispensable para mitigar el efecto producido por el picante. En ocasiones, si no se cuida la intensidad, puede llegar a ser tosca, causando un efecto incluso desagradable; pero cuando hablamos de una intensidad producida por la riqueza de matices de sabor que expresan la combinación de diferentes culturas, junto con la armonía provocada por el buen maridaje de un vino rosado, esa intensidad puede ser tan tentadoramente exquisita como nuestra imaginación pueda alcanzar a visualizar.
Por eso, con copa de vino rosado en mano y los cálidos sonidos del jazz, es momento de decir: ¡salud por la exquisita intensidad!
Columna publicada originalmente en el número 36 de la revista El conocedor.
Comentarios