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Imperdibles de la cocina mexicana

Para descubrir la auténtica riqueza de la cocina mexicana, hay que estar dispuesto a viajar y adentrarse en los rincones de sus cocinas y en intimidad de sus cocineros.

La cocina tradicional mexicana, desde el 16 de noviembre de 2010 y hasta el día de hoy, es la primera y la única que ha sido declarada por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Aspectos fundamentales de nuestra cultura culinaria se consideraron para integrar el expediente que se sumó a esa trascendental lista, tarea compleja realizada por el INAH y el Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana (CCGM), donde México alcanzó ese privilegio, anhelo de muchas naciones.

Esto hace que nuestra cocina tradicional, aquella que se disfruta en cada rincón de la nación, la ancestral, la comunitaria, la del pueblo, reflejo de nuestra megabiodiversidad, sea motivo de alegría e identidad, pero también de orgullo para todos.

Por eso nada mejor que viajar por México y descubrir con su gente sus ricos sabores. Ir al encuentro de su deliciosa cocina regional es una aventura maravillosa que todos podemos vivir, pues a cada paso de nuestra generosa geografía se abren universos espléndidos de sabores, olores, colores, formas, texturas, temperaturas y mezclas sorpresivas que encantan al paladar y a la mente, porque son un reflejo de la creatividad ancestral de su gente, del entorno y de la capacidad que tenemos como género para hacer de la mesa un sitio de encuentro.

Estos ingredientes multiplican la experiencia culinaria cuando se unen a las celebraciones y usos comunitarios, lo cual hace de la cocina un fenómeno invaluable.

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Recorrer el país en busca de sus sabores

Si se sabe preguntar, con una mano en el corazón, la otra en el estómago y la mente alineada, se puede llegar mucho más lejos que sólo a los platillos afamados de cada pueblo.

Viajar a Puebla y disfrutar una cemita, un mole poblano, un chile en nogada y una pasita, es una delicia; ir al estado de Yucatán y darse gusto con cochinita pibil, panuchos, papadzules y sopa de lima, es una alegría para el corazón; andar por Oaxaca y comer mole negro, tomar mezcal, saborear una tlayuda y un chocolate con pan de yema, no tiene pierde; viajar a Nuevo León y comer cabrito, machaca con huevo y una gloria, no está mal; andar por Jalisco, tomar un tequila, probar una birria, una torta ahogada, es una delicia; trasladarse a Michoacán y comer carnitas, corundas, uchepos y disfrutar una charanda, ¡qué cosa más linda!

Pero todo lo anterior, no es sino el lugar común y más reconocido de aquellos estados. La gente más perspicaz, escudriñará más allá de la frontera común y se enamorará de tanta cosa buena que hay en todo México.

Así, uno puede ir del “tingo al tango”, de norte a sur, de oriente a poniente, “haciendo barriga”, sin ponerle un pero a la vida, y andando con el corazón contento. Pero si sabe olfatear donde hay un buen guiso, no se puede encuadrar con la típica carta que se oferta de manera obligada.

Si se quiere vivir la intensidad de la cocina mexicana, la que se levanta con el sol de la señora que busca en su alacena algo para agradar a la familia, la de la doña que va al encuentro con la marchanta para discutir con ella de frescuras, precios y recetas; la de la mamá que mima a sus hijos con lo que le enseñó su madre; la de la mujer que acaricia al esposo con sus suculencias; la de aquella que conforta al amigo en sus tristezas y en sus alegrías; la de la cocinera que prepara las ricuras de las celebraciones, de los festejos, de los ritos y del devenir de la vida cotidiana, entonces hay que averiguar más allá de la mesa.

Digamos que uno debe llegar con la idea de pedir a la localidad su “menú degustación”, que es aquella experiencia del pueblo, no del chef, que rebasa la fantasía y conquista al corazón.

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De norte a sur con el estómago lleno

Viajando y comiendo he encontrado un montón de alegrías culinarias en mi vida. Se las anuncio como sugerencias. No va a ser lo mismo para nadie porque la gente, el ambiente y la época son tan importantes como todo lo que uno disfruta de verdad. Les sumo también propuestas que mis amigos del CCGM me compartieron. Seré puntual, por falta de espacio. Y seré honesto: sólo los amantes de la cocina le entran a todo y con todo.

Muchas experiencias serán para muchos inconcebibles o irreconocibles, pero esa es otra historia. También existen combinaciones que vale la pena disfrutar, pues solas no son lo mismo. A veces serán ingredientes, productos, platillos y bebidas; algunos se repiten, pero son variaciones memorables.

Ir a Aguascalientes por un chile al estilo del estado, unos tacos mineros y unas trompadas; amar a Baja California por sus tacos de carne asada, adobada y las tostadas de mariscos; comer en Baja California Sur sus almejas tatemadas, ceviche de mantarraya y tacos de panza de marlín; acudir a Campeche por el pan de cazón, su costrada de arroz y el pulpo embizcochado; vivir Chiapas con todos sus tamales, su butifarra y su cochito al horno; explorar Chihuahua con el chile pasado, el asado de puerco y unas galletas menonitas de manzana.

Ser de la Ciudad de México con sus gorditas de la Villa, el caldo tlalpeño y el chilastle; gozar Coahuila con el asado de mezquite y el pan de pulque salado con requesón y sus vinos; recrearse con Colima y su cuachala, la sopa de menguiche, y la tuba; saborear Durango con la fritada, los caldillos duranguenses y el lomo de puerco borracho; disfrutar el Estado de México comiendo manitas de puerco, el obispo y el pollo en cuñete; conectar con Guanajuato con sus alcachofas de la hacienda, cabrito al horno y alfeñiques; alucinar Guerrero por los atoles de Acapetlahuaya, el ceviche y las tiritas de pescado.

Agradecer a Jalisco por el pollo a la Valentina, la pachola y la morisqueta; encontrar a Michoacán con el queso Cotija, el nurite y un aporreado; gozar Morelos en sus tacos acorazados, sus xocotamales y su conejo en chileajo; correr a Nayarit por los sopes de ostión de San Blas, el taxtihuili y los bollitos de plátano; existir con Nuevo León y sus empalmes, tamales colorados y palanquetas de nuez; disfrutar Oaxaca en el chichilo, el verde de espinazo y las tetelas; ir a Puebla por un almendrado, una tinga y un pipián rojo.

Marchar a Querétaro por un chivo tapado, un atole de maíz de teja y un zacahuil; vibrar a Quintana Roo con el tokzel, los kibis y el pescado tikinxik; encontrar en San Luis Potosí el asado de boda, el fiambre potosino y el guiso borracho; transitar por Sinaloa por sus mochomos, su chilorio y su huacavaque; pasar a Sonora, por un caldo de arroz con almejas, unos frijoles maneados y las chivichangas; andar en Tabasco para un pejelagarto en verde, un chirmol de pato y un mone de cerdo.

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Recorrer Tamaulipas por su huatape, el chilpachole y un salpicón de venado; temblar en Tlaxcala por los tacos de carnitas con papas, las flores de calabaza rellenas y el mole blanco; festejar a Veracruz por su tamal de cuchara, su pescado ahumado en ajonjolí, y el mole de Xico; probar Yucatán con sus codzitos, su sikil pak y un relleno negro; y finalmente, viajar a Zacatecas por unas tortas de chorizo de Malpaso, el borrego tatemado y la lengua de res.

Los imperdibles de la cocina mexicana se los dejo de tarea. Es imposible dar un puñado de platillos, bebidas, ingredientes o productos de cada estado, ¿cuál sería el criterio? Tras dos décadas y un lustro de investigaciones sobre las cocinas de México, mi mejor consejo es: realicen su propia lista. Una definitiva es impensable.

Yo tengo la mía para registrar lo que no quiero olvidar, pues cada quien tiene sus apetencias. La fisiología, la cultura, la mente y el espíritu personales así lo reclaman. Comer en la playa, en el desierto o la ciudad, implica una historia culinaria; beber en un bosque, la selva o el campo envuelven la suya. Los imperdibles deben ser aquellos que con la familia y los amigos uno vibra toda la vida. Esos se construyen cada día, en todo momento, de nuestro México.